Francisco Lumerman, con la sensibilidad y la precisión de quien conoce de cerca el territorio que pisa, escribe y dirige MUERDE, un unipersonal que habla, sin eufemismos ni concesiones, del lugar que ocupa “el diferente” en una sociedad que lo observa primero con curiosidad, después con desconfianza, y finalmente con la violencia de lo excluyente. La dramaturgia, lejos de victimizar, expone con inteligencia cómo la maquinaria social puede volverse implacable hasta arrasar la vida de quien no encaja en sus moldes.
En el centro, Luciano Cáceres se entrega a un trabajo actoral de una intensidad difícil de describir. Su criatura es, a la vez, desvalida y feroz. Desde el primer segundo, Cáceres encarna con compromiso absoluto tanto la fragilidad como la amenaza que provoca en los otros ese personaje que no pide permiso para existir. Su cuerpo, su voz, sus silencios y estallidos componen una partitura emocional y física que hipnotiza. No hay artificio: todo es carne viva, riesgo, respiración contenida.
El espectáculo, que ya lleva un recorrido de muchísimas funciones y ha sido reconocido con prestigiosos premios, confirma en cada presentación por qué merece seguir en cartel. La noche de la función a la que asistí, la sala estaba colmada. El silencio atento durante la obra se transformó, en el último instante, en una ovación larga, emocionada, agradecida.
MUERDE es teatro que provoca y deja huella. Un recordatorio de que, muchas veces, lo que más nos incomoda mirar es justamente lo que más necesitamos entender.