Lucila Teste invita al espectador a compartir, a espiar, su momento más íntimo: el homenaje que ella le hace a sus padres desaparecidos y, desde ahí, a todos los abogados desaparecidos, a todos los desaparecidos. Y en esa complicidad que se genera entre ella (haciendo su tributo) y el espectador (“espiándola”) pierde todo sentido el intento de hacer una crítica estética, dramatúrgica y/o actoral.
“HIJA de la dictadura argentina” es una ceremonia de la que el espectador inevitablemente participa. La actriz cuenta “la historia” desde su propia historia, la atraviesa, la desmenuza, la vive… Y a la vez “la mira de afuera”. Porque desde su trabajo actoral propone una distancia formal que luego va convirtiendo en herida abierta. Pero sin un solo golpe bajo. Con la fuerza del dolor que la acompaña desde sus ocho meses, cuando un grupo comando de la dictadura le arrebató a su mamá y a su papá.
El aplauso, merecido, tardó en llegar porque la platea estaba conmovida. Su saludo contenido, breve, completa la ceremonia. Y el público queda frente a dos velas encendidas que imponen presencia.
Y duele. Claro que duele. Y está bien que así sea.