viernes, 23 de junio de 2017

Siempre hay que irse alguna vez de alguna parte

La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y
cómo la recuerda para contarla.
(Gabriel García Márquez)


“Siempre hay que irse alguna vez de alguna parte” es un espectáculo que nos propone hacernos preguntas sobre aquello que hemos vivido y queremos "volver a pasar por el corazón".

Al entrar a la sala el espectador se encuentra con un espacio absolutamente despojado. Sólo un gran ciclorama blanco enmarca lo que un rato más tarde se poblará con el universo del pasado de los dos protagonistas. Pero cada pasado es propio, aún para quienes hayan transcurrido juntos gran parte de su historia pretérita.

¿Será el espacio de la memoria un espacio vacío a llenar con los recuerdos?  Quién sabe...

Roberto Guzmán (Marcelo Bucossi),  sociólogo, y Francisco Gipson (Roberto Castro), contador, son dos amigos de la infancia y que varias décadas atrás partieron juntos de su pueblo natal. Ahí vuelven, habiendo cumplido ya las seis décadas de vida, con el objetivo de filmar un documental, ya del pueblo, ya de sus recuerdos. Han invitado para que los acompañen en esa travesía a sus parejas, Stella (Mercedes Fraile), antropóloga que es dueña de una librería, y Carmen (Gabriela Izcovich), de quien no conocemos su profesión. Pero resulta que cuando llegan al lugar se encuentran con nada. En el pueblo no queda nada. Nada. Como nada hay en ese escenario, el de No Avestruz, salvo esos cuatro cuerpos con sus historias, relatos y reflexiones.

 “¿Cómo es posible que un lugar donde uno ha vivido, trabajado, respirado gente, se transforme en este páramo?”, se pregunta uno de los amigos. Lo que querían filmar para dar nitidez a los recuerdos ya no está. Entonces están obligados a apelar a la memoria; la ausencia les exige ir aclarando esas imágenes confusas en un devenir de rememorar infancia, escuela, bar, patios, veredas, casas que ya no están. Pero están. La cámara podrá no captarlos pero están. En ese deambular por la nada con la cámara en mano, los dos hombres construyen ese pueblo que los vio nacer, crecer, competir por amores adolescentes, inaugurar inescrutables secretos, e irse. Y en ese desencuentro de espacios vacíos y construcciones va desarrollándose este particular y potente espectáculo que, inevitablemente, nos enfrenta con nuestros propios recuerdos y nuestras propias reflexiones sobre el paso del tiempo, ese devorador implacable de vida.

Cronos, o Saturno –en la versión latina– devorará uno a uno a sus hijos, con esa ferocidad que Goya plasmó en su magnífica obra obra. Dejar algo para después de que Cronos nos incluya en su menú parece ser el destino de los seres humanos. Roberto y Francisco han elegido hacer una película documental sobre aquel lugar que los vio nacer, sin saber –siquiera– como se usa una claqueta. Sus parejas, Stella y Carmen, que nada tienen que ver con ese pasado, transitan su rol de meras acompañantes en ese espacio en el que no hallarán un cuchillo para partir una torta de cumpleaños, en el que no habrá quien los ayude a recargar la agotada batería de su automóvil, y en el que deberán pernoctar al sereno; y allí contemplarán la vigencia del pensar de T.S. Elliot. Vale decir: esta suerte de gerundio permanente que propone la vida que bien podría contarse con una toma panorámica, en silencio, y de izquierda a derecha, sobre un blanco infinito.

Para contar una historia como esta, sin conflicto entre los personajes sino con un factor inasible como el transcurrir de la existencia, se necesita de actores talentosos, sensibles y de gran oficio. Y eso son, sin dudas, Marcelo Bucossi, Roberto Castro, Mercedes Fraile y Gabriela Izcovich quien además es la responsable de la dramaturgia y la dirección. Los cuatro son todo lo que se necesita para crear ese pueblo fantasma e invitar a los espectadores a recorrerlo con ellos. Los dos hombres lo ven por prepotencia de historia, las dos mujeres lo niegan por quedarse afuera del recuerdo, pero los cuatro lo construyen. Y el público transita con ellos esas calles, esa escuela, ese bar, esa plaza, ese patio, esa casa que ya no son. Y desde allí cada uno viaja a su propio universo de emociones y cavilaciones.


El ser y el tiempo, el ser y la nada, el pasado como un presente continuo que determinará el futuro, el límite de lo que puede ser compartido y los inevitables embustes que habitan nuestra memoria puestos en escena en su conmovedora desnudez y con exquisito gusto.  

No dejen de verlo. Los sábados a las 22.30 en NoAveztuz.

S.M. y F.M.


Ficha técnico artística:
Autora: Gabriela Izcovich
Actúan: Marcelo Bucossi, Roberto Castro, Mercedes Fraile, Gabriela Izcovich
Iluminación: Ricardo Sica
Música original: Lucas Fridman
Asistencia de dirección y Producción ejecutiva: Marco Riccobene
Dirección: Gabriela Izcovich

NOAVESTRUZ ESPACIO DE CULTURA
Humboldt 1857 - Teléfono: 4777-6956
Sábado - 22:30 hs


miércoles, 21 de junio de 2017

ROBESPIERRE, el político que decía lo que pensaba

¿Cuál es en vuestra opinión el motivo que atrae a las ejecuciones públicas? 
¿La inhumanidad? Os equivocáis: el pueblo no es inhumano; 
a ese desgraciado en torno a cuyo cadalso se agolpa, lo arrancaría 
de las manos de la justicia si pudiera. Va a buscar a la plaza de Grève 
una escena que pueda contar a su regreso al arrabal, ésa u otra, 
le da igual mientras tenga un papel, junte a sus vecinos 
y se haga escuchar de ellos. Dad en el bulevar una fiesta divertida 
y veréis que la plaza de las ejecuciones está vacía. El pueblo está ávido 
de espectáculos y acude a ellos porque se divierte cuando 
los disfruta y se divierte también cuando los cuenta a su regreso.
Denis Diderot  (1713 - 1784)


Maximiliano Robespierre, “El Incorruptible”, vivió tan sólo treinta y seis años. Claro está que en la Francia de entonces, sobre todo para quienes actuaban en política, la vida no parecía proponer mucho más tiempo para disfrutarla. Valgan como ejemplo estas cortas existencias, Danton: treinta y cinco años, Luis XVI: treinta y nueve, Sanint Just: veintisiete, María Antonieta: treinta y ocho, Desmoulins: treinta y cuatro, su esposa Lucile Duplessis: veinticuatro, Couthon: treinta y nueve, Madame Roland: treinta y nueve y así podríamos seguir.

Miembros de la realeza, aristócratas, burgueses, campesinos, ya varones, ya mujeres, eran llevados a la guillotina; tétrico símbolo de la igualdad.

En la vieja Francia la pena de muerte por metal estaba reservada para los nobles, el populacho era ejecutado mediante una tosca soga de cáñamo. La Louison o Louisette, como la llamaba cariñosamente Marat, sirvió para que rodaran casi mil doscientas cabezas en la Plaza de la Concordia durante la revolución. Paradojalmente, Marat no murió en la guillotina, y hasta gozó de cierta longevidad; fue apuñalado, por Charlotte Corday, a los cincuenta años en la tina donde trataba de calmar los males que padecía en su piel. Charlotte sí fue guillotinada, ella tenía veinticinco años.
Esta orgía de sangre tuvo en Maximiliano Robespierre a uno de sus fundamentales protagonistas. Curiosamente este hombre que fue un niño abandonado por su padre y huérfano de madre, era un tenaz opositor a la pena de muerte en sus primeras incursiones en la política, y un férreo defensor de los derechos de los desposeídos.

En 1757, un año de antes del nacimiento de Robespierre, Robert François Damiens fue condenado por el intento de homicidio de Luis XV. Por entonces, el regicidio se igualaba con el parricidio, y si bien el rey sólo había recibido heridas leves, Damiens fue condenado a un suplicio espantoso. El joven Robespierre estaba vivamente impresionado por ese relato y también por las lecturas de Rousseau y Voltaire, pero ellos murieron en 1778. Vale decir que no alcanzaron a ver la revolución. Tampoco vivía Diderot en 1789 y Montesquieu había muerto aún antes.

Robespierre comprendió pronto que “hacer” la revolución no era lo mismo que pensarla. Inglaterra era una permanente amenaza, la guerra con Austria que proponían algunos era un camino al desastre, la monarquía constitucional un sueño absurdo, y los usureros un verdadero cáncer para la república. Los pobres podían traicionar por una hogaza más de pan, los burgueses una vez sentados en los sitiales de poder podían caer en los mismos vicios de los aristócratas. Los  “moderados” y los ateos no eran dignos de confianza. Los unos porque con su tolerancia cometerían, necesariamente, traición a la patria, los otros porque al negar a un Ser Supremo perderían el sentido mayúsculo de la virtud. Robespierre, el incorruptible, entendió que “El terror, sin virtud, es desastroso. Pero la virtud, sin terror, es impotente”. Como sugería Nicolás Maquiavelo más de dos siglos antes, Maximiliano Robespierre se convence de que es mejor ser temido que ser amado.

Atreverse con esta historia para producir un hecho teatral es una tarea de alta complejidad. Decidirse hacerlo en un espectáculo unipersonal parece aumentar las dificultades, y elegir a una mujer para interpretar a Maximiliano Robespierre pone a tal empresa al borde de la calidad de ciclópea. La cosa es que con su obra “Robespierre” la autora Mónica Ottino abordó semejante desafío, y para lograr el muy buen resultado alcanzado contó con la dirección de Alejandro Giles y el atinado aporte de la música original de Damián Mahler; y un párrafo aparte merece la elección de la protagonista Mónica Lleó. La actriz es dueña de una inusual expresividad, de un gran instrumento interpretativo, y transita con solvencia los diferentes estados que propone el personaje. No elige la zona del confort sino que arriesga en cada matiz de su interpretación y sale siempre airosa. Produce en la platea momentos de intensa emoción como cuando entona La Marsellesa, y elige una oximorónica construcción cuando representa, casi al borde de la farsa, el trágico final con pistoletazo en la mandíbula y descontrol de esfínteres, que acompañaron a Robespierre antes de enfrentarse con la guillotina.
Lleó no necesita ni off ni proyecciones para apoyarse. Ella sola puede, o podría en este caso, generar todo el universo para contar la historia con la que se ha metido.

La puesta subraya que quizá Diderot haya fracasado en aquella idea del acápite. Tal vez haya más seres humanos que los que él imaginaba a quienes les complazca observar suplicios. Hoy las ejecuciones ya no son públicas, pero se las puede apreciar por youtube y otros medios similares. Esto incluye ahorcaduras, fusilamientos, lapidaciones, diferentes formas de degüellos y decapitaciones. Y hay quienes se regodean con esas imágenes.

Pero, para los que aún preferimos otro tipo de espectáculos, la sala de Andamio 90 ofrece, todos los viernes a 20:30, un espectáculo altamente recomendable que cuenta con Mónica Lleó, una actriz excelente.

 F.M. y S.M.

Ficha técnico artística:

Autora: Mónica Ottino
Actriz: Mónica Lleó
Vestuario, luces y arte: Alejandro Giles
Pelucas: Edith Rodriguez
Fotos: Santiago Botet
Música original: Damian Mahler
Asistencia de dirección: Micaela Orzabal
Dirección: Alejandro Giles

ANDAMIO ´90
Paraná 660 - Capital Federal - Reservas: 4373-5670
Entrada: $ 200,00 / $ 150,00 - Viernes - 20:30 hs.