En "Solcito de otoño", el dramaturgo Sebastián Bayot encuentra en la ternura y la sencillez un lenguaje dramático que conmueve por su hondura.
La dirección de Gonzalo Castagnino aporta el tono justo, sin subrayados ni excesos, para que lo difícil parezca fácil. Y en el centro de la escena, Ana Padilla sostiene el unipersonal con una entrega tan delicada como poderosa: es capaz de reír y llorar en la misma respiración, de iluminar lo oscuro con un gesto mínimo.
El vestuario, la escenografía, el diseño de luces, aportan a la sencillez y a la belleza. Todo es simple, con esa simpleza que nos invita a bucear en lo profundo. La obra se sumerge en territorios que podrían resultar devastadores: la soledad, el miedo a enfermar, las marcas del abandono, el peso de una sociedad indiferente que condena sin piedad. También atraviesa ese borde inquietante entre el deseo de morir y las ganas de estar viva. Sin embargo, lo que podría hundirnos en el dolor se transforma en un milagro escénico: los espectadores desde la platea sonríen, sonríen sin parar, incluso frente a lo más desgarrador. Esa paradoja es la gran proeza de este trabajo.
"Solcito de otoño" no propone respuestas, pero sí un abrazo teatral que nos recuerda la fragilidad y la fortaleza de estar vivos. Ana Padilla construye un personaje entrañable, que se instala en la memoria como un destello cálido en medio de tanto desencanto.
Este viernes 26 de octubre pasado fue la última función. Pero puedo asegurar que no fue la última, porque es un espectáculo que está vivo y que es necesario. Seguramente regresará pronto. Estén atentas y atentos, no se lo pierdan.
Actriz: Ana Padilla